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Hace 4 años


Me acuerdo perfecto que ese día medio nublado usé unos pantalones cargo verde militar, una blusa roja de tirantitos, un suéter de rayas que me encantaba y también, ironía digna de Sol™, mis Converse negros que llevaba pa' todos lados. Me alacié el pelo y me puse mi perfume de durazno acordándome de unos días antes cuando él me había dicho que olía muy bien. Y con él y sólo él en la cabeza, me acuerdo que me temblaban las manos antes de llegar a donde había quedado de verlo y hasta ganas de vomitar tenía de los nervios. No era la primera vez que lo veía ni mucho menos, pero esa era la primera vez que era evidente que él me veía a mi mejor de lo que yo creía. Y ahí estaba ya esperándome muy serio con una playera amarilla y unos pantalones azules y sus tenis color vino y su chamarra de siempre donde yo me había podido aprender su olor. Sonrió y nos fuimos, me acuerdo, en camión hasta Galerías Insurgentes, que en ese entonces era el único punto de reunión que conocíamos. Caminamos, platicamos de los mosquitos que lo molestaban y no lo dejaban dormir en la noche y yo lo único que podía pensar era que seguramente él era el niño más guapo del planeta con esos ojos verdes verdísimos que en ese entonces sólo me veían a mi. Nos sentamos en la mesa de hasta la esquina del food court y mientras nos comíamos un helado, con esa sonrisa inolvidable, me soltó la mejor verdad del mundo un poco disfrazada, poniéndose todo rojo y cambiando de tema inmediatamente. Después, con esos $100 que había pedido prestados, me invitó al cine a ver Misión Imposible 2 y entre balazos y explosiones yo me acurruqué en su hombro con mi nariz muy pegadita a su cuello donde se sentían los latidos de su corazón. Sin poder verlo, me acuerdo perfecto que sentía su sonrisa, la mejor de todas, pintada en su boca. Ni cuenta me di cuando terminó la película, ni en cuenta de que las horas podían pasarse tan rápido. Caminamos de regreso, ya de noche, sin tomarnos de la mano porque no sabíamos cómo, ni qué éramos, ni qué seríamos, ni qué estaba pasando y mucho menos sabíamos de dónde venía toda esa felicidad inagotable, repentina y eufórica, nada. Sólo sabíamos que esas dos cuadras húmedas de insurgentes eran las más iluminadas, las más bonitas, las que tenían más magia, las que brillaban más fuerte. Me dejó en el Sanborns, se despidió con un nos vemos mañana y en lo que pasaban por mi lo vi ajejarse con la chamarra amarrada en la cintura porque por alguna extraña razón a él nunca le daba frío.







Ya tiene tiempo que no la veo sentada en el rincón izquierdo del sillón, justo frente a la tele a todo volúmen. Sus tesoros de dulces y pasitas se hicieron viejos esperando su regreso, y las muñecas que miraron fijamente, desde el costurero, la infancia de todos y cada uno de los hijos y los nietos tuvieron que encontrar, muy a la fuerza, nuevos hogares donde quizá sean testigos de nuevas infancias ajenas...
Y bueno, el Patas, mi último favorito, era todo un personaje. El era hijo de Zamora, y en la camada que nació todos sus hermanos eran negros menos él, que tenía las patas, la panza y las cejas blancas, de ahí su nombre. Tenía el pelo largo y siempre andaba todo cochino y despeinado, con los bigotes llenos de telarañas de quién sabe qué lugares a donde se metía a investigar, porque aaaah como era metiche. El día que vinieron las personas a las que les habíamos regalado la camada de gatitos a recogerlos, el Patas se escondió atrás del refrigerador y como nunca pudimos sacarlo ps decidimos quedárnoslo. Un día, cuando era todavía chiquito, fueron a cambiar el tanque de gas de mi casa y se asustó tanto que se metió en el motor del coche, pero se quedó ahí y cuando mi papá lo encendió salió el pobrecito corriendo con una patita muy mal, que se le había quedado atorada entre una de las bandas del motor. El veterinario le recetó no sé cuántas medicinas y lo teníamos que tener encerrado para que no se le fuera a infectar la pata, entonces todas las mañanas mi mamá (que antes de él ODIABA a los gatos) le preparaba sus albóndigas con medicina y se las ponía en un platito de esos de unicel. Supimos que estaba bien el día que empezó a destrozar los platitos y a echar uno por uno los pedazos por abajo de la puerta de donde lo teníamos encerrado. De ahí, no saben como se encariñó el gato con mi mamá y mi mamá con el gato. Diario cuando mi mamá salía a barrer, Patas se esperaba a que terminara para irse a revolcar en la basura, y luego iba y se ponía de panza abajo de la escoba de mi mamá para que lo barriera, dándose vueltas hasta que quedaba "limpio". Así estuvo con nosotros como dos años, pero como Morris era el macho dominante de la casa, un día el Patas se fue, y regresaba de vez en cuando, asomándose por la azotea con sus patitas blancas cruzadas, y se ponía a maullar hasta que salía mi mamá a saludarlo, y entonces se volvía a ir. Un día ya no regresó.